XXXIII

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Dicen que uno no es lo que quiere si no lo que puede ser...
Y es verdad, soy un payaso, continua la canción de este cantante mexicano José, José.
Lo cierto es que no se como llegue hasta aquí, no lo planee mucho, simplemente ha pasado, hace 5 días cumplí 33 años, y ahora que hago memoria, o si es que la memoria no me falla, los últimos años, para estas fechas, siempre me ha tocado vivir situaciones algo al límite, pero que es la vida sin problemas.

Ahora que tengo esta edad me pregunto porque algunas mujeres emprendemos la lucha a muerte contra muchas cosas y perdemos la batalla en territorios tan importantes, por ejemplo emprendemos la lucha contra las arrugas, emprendemos la lucha contra los kilos de mas, emprendemos la lucha por subir escalafones, etc, etc, etc. Hace algunos días atrás, en medio de esas horas de estres, en que uno quiere mandar a freir mono en sarten de palo a todo el mundo, alguién se me acerco a pedir algún documento y me dijo: "No te avinagres" el comentario vino de alguien que tiene un masterado en sacar de quicio a todo ser viviente, así que solo le clave las intensas, osea lo mire fijamente como diciendole: mejor comprate una alcancía y ahórrate los comentarios. Pero volviendo al tema de las batallas perdidas, el fin de semana recorde esa palabra "avinagrar" he visto lo que le pasa a la lechuga después de varias horas en vinagre, no sirve para nada, se ve horrible. Dada esa tendencia que tenemos las mujeres para guardar detalles, solemos guardar recuerdos que nos avinagran, perdemos la frescura, la frescura de la sonrisa transparente, la frescura de amar como si fuese la primera vez, la frescura de brindar amistad sin desconfianza, es cierto que a diario hay mas de una razón para avinagrarse, las cosas no salen como uno quiere, no es fácil dar una sonrisa transparente en medio de dudas y desconfianza, no es cosa sencilla volver a amar sin que alguna cicatriz nos recuerde que el "amar duele" y que decidir amar, es decidir sufrir. Mas de una razón para avinagrarse cada día...

A nosotras las mujeres que nos gastamos un porcentaje de nuestros ingresos, comprando armamento bélico para esa batalla contra la edad, deberíamos detenernos en un espejo diferente, uno que nos muestre cuantas arrugas vamos a permitir en el alma, ya que no hay cremita que diga: Cicatricure, aplique abundantemente sobre la herida causada por esa mala relación afectiva, o efectiva contra las arrugas causadas, por horas de exposición a los dañinos rayos del enojo, es esta batalla la mas importante a lo largo de la vida, es este el territorio que con mas ahínco se debería tratar de conquistar cada día, somos muy propensas a perder esta batalla, por que resulta que esta lucha no es de fuerza si no de resistencia, y aunque no existen cremitas para estas cosas, he conocido bálsamos que tienen efectos rejuvenecedores del  alma.

Acabo de cumplir 33 años, espero que cuando esta edad me doble y si aun sigo en la batalla, haber resistido con una sonrisa transparente y un corazón que se estrene cada día, aunque haya perdido la batalla contra las líneas de expresión.




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LA TORRE DEL RELOJ O TORRE MORISCA

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En 1842 el Gobernador de Guayaquil, Vicente Rocafuerte, trajo de Europa y obsequio a la ciudad el reloj público, que está en lo alto de la torre morisca ubicada en el Malecón, a la altura de la calle 10 de agosto. Inicialmente el reloj permaneció en lo alto del cabildo colonial para después ser trasladado hasta la torre del mercado de abasto.
Aquello ocurrió en 1921. Posteriormente y al desaparecer ese mercado, se levanto una torre especial en el mismo sector y allí­ permaneció el reloj hasta 1925, en que fue retirado en razón de que la construcción no ofrecía seguridades. En 1930, siendo Presidente del Concejo Don Miguel Ángel Garbo, se dispuso por parte de la Municipalidad la construcción de la torre morisca cuyos trabajos comenzaron en Agosto de 1930, y por fin, el 24 de Mayo de 1934 quedo inaugurada.
El reloj municipal, su andar marca la historia de Guayaquil
Es un Ícono en la historia de Guayaquil que aún sobrevive y forma parte de la corriente arquitectónica de todas las Épocas que invadió a nuestra ciudad a principios de siglo.
La Torre Morisca o Torre del Reloj es un Icono de Guayaquil que posee una historia que se remonta en el pasado hasta el siglo XVIII con varias construcciones en ubicaciones previas y la utilización de dos máquinas.
La primera torre del reloj
Los primeros indicios sobre un reloj público datan de mediados del siglo XVIII y correspondería a una máquina traída por los jesuitas.
El monasterio y colegio San Francisco Javier, fundado en 1705 por la orden de La Compañía de Jesuitas, duró hasta 1769 cuando tuvo que acatar el decreto del rey Carlos III del 27 de marzo de 1767 que ordenaba su salida de América. Ese será el sitio donde estuvo ubicado el primer reloj mecánico traído a mediados del siglo XVIII por los jesuitas según describe el Arq. Melvin Hoyos en su reseaa histórica sobre el reloj público en la edición Nº 8 de la revista de la Junta Cí­vica de Guayaquil y en el Boletí­n Nº 4 del Museo Municipal de Guayaquil. Hoyos se basa en datos de los historiadores Pedro José Huerta y Modesto Chávez Franco.
Esta versión no se confirma por alguna fuente de los jesuitas pues Mario Sicala, S.I. en su libro Descripción Histórico- Topográfica de la Provincia de Quito de la Compañí­a de Jesús hace la siguiente referencia: Es una torre con su campana, no se especifica si habl­á del reloj. Sin embargo se la conocía como la Torre del Reloj.
La máquina funcionaba sobre una torre de madera separada del edificio principal. Esta torre fue desmontada y reconstruida por Salvador Sánchez Pareja en 1783, sobre el edificio del Cabildo a un costo de 600 pesos y fue conocida como la Torre de la Campana.
La propiedad de los jesuitas también fue conocida como la Casa de las Temporalidades y estuvo ubicada en la manzana que actualmente está demarcada por las calles Ballén, Pichincha, Diez de Agosto y Pedro Carbo.
En 1800, Santiago Espantoso compró la Casa de los Jesuitas con su torre, reloj y campana; el reloj funcionó hasta 1829.
Pasa al edificio del Cabildo
El 25 de febrero de 1817 se inaugura la espaciosa Casa del Cabildo donde está actualmente el palacio municipal. La construcción era de madera y estaba adosada al antiguo mercado de abastos con el que compartía la manzana. La sede del Cabildo tenía su fachada principal hacia el río y poseía tiendas en la planta baja para obtener ingresos por los arriendos. El Ing. Luis Rico fue su constructor. En esta edificación se firmó el Acta de Independencia de la ciudad el 9 de Octubre de 1820.
El Cabildo compra el reloj a Espantoso en 300 pesos y lo instala en la torrecilla añadida en el techo del nuevo edificio.
Desde su traslado el antiguo reloj no paró de dar problemas al parecer porque fue rearmado defectuosamente o porque en el traslado sufrió un daño que no pudo ser solucionado. Además, la escasez de fondos no ayudaba para darle un adecuado mantenimiento a la obra.
Una nueva máquina
En 1837, el corregidor Juan de Avilés solicita al Cabildo la compra de una nueva máquina a la mayor brevedad posible, ya que el viejo reloj no servía.
Hubo dificultades para conseguir los fondos que se requerían para dicha adquisición hasta que finalmente Manuel Antonio de Lizárraga, un rico hombre de negocios español, figura ilustre de la Independencia, dio en préstamo el dinero necesitado por el Cabildo para que este pudiera encargar a Inglaterra un nuevo reloj que reemplazara a la antigua máquina.
La importación
El pedido del reloj se hizo bajo las condiciones siguientes:
1. Que su valor no exceda de mil quinientos pesos.
2. Que su maquinaria sea construida de materiales bastante fuertes para sufrir y resistir el calor y la humedad, intensos en nuestros climas tropicales.
3. Que las esferas sean bien claras, de números latinos negros sobre campo blanco.
4. Que de las horas y cuartos en una campanada cuyo tañido pueda oírse hasta una lengua de distancia.
5. Que para sus dimensiones se tengan presentes las de la torre del edificio municipal, que son 11 pies y 4 pulgadas de elevación y 9 pies 7 pulgadas de diámetro en el cuerpo de ella para alojar el reloj, y que, finalmente, el cable de las pesas no se desarrolle en una longitud mayor de 12 pies 9 pulgadas.
El 10 de enero de 1839, el municipal Mariano Pérez pidió al Ayuntamiento que se dispusiese el retiro del reloj a fin de quitar de la torre el peso que este representaba para la deteriorada torre y proceder a la reparación de la misma.
Habiéndose comisionado al corregidor Bernal para la adquisición del nuevo reloj, este encarga la máquina en mayo de 1839 a la casa Santiago Moore French de Londres.
El 9 de septiembre de 1842 el corregidor de aquel entonces, José Maí­a Maldonado, anuncia al Cabildo la llegada de la flamante máquina. Un mes después, es decir, el 9 de octubre del mismo año, Vicente Rocafuerte inauguró el nuevo reloj que fue colocado en la torrecilla de la Casa del Cabildo reemplazando a la vieja máquina de los jesuitas.
El estreno del reloj ocurrió cuando azotaba la peor epidemia de fiebre amarrilla que soportó Guayaquil en toda su historia.
El encargado de coordinar los trabajos de reparación de la torre y montaje del reloj fue Juan Francisco Icaza, que contó con varios colaboradores entre ellos el maestro mayor de carpinteros José Marí­a Martínez Coello. Inicialmente se destinaron 200 pesos para costear la obra.
Pasa al mercado de la orilla
En cuanto al pago del préstamo a Manuel de Lizárraga para adquirir la nueva máquina se lo hizo en dos partes con impuestos recogidos para el efecto.
En 1902 ante la generalizada creencia de entonces de que las estructuras altas ayudaban a provocar incendios se desmontó el reloj y eliminó la torre del edificio del Cabildo.
En 1905, el reloj fue trasladado con su torre hacia la cubierta del nuevo Mercado de la Orilla (construido frente a la Casa del Cabildo en la Orilla del Guayas) porque la Casa Consistorial, ya vetusta, amenazaba ruina desde algún tiempo atrás.
El edificio de madera de la Casa del Cabildo que duró casi cien años y el mercado de abastos adjunto que tenía 136 años, por su estado insalubre y vetusto, fueron incinerados en 1908.
En 1909 se aumentó la altura de la torre del reloj en el mercado en dos pisos más, llegando a cinco niveles con el objetivo de darle mayor visibilidad y permitir que las campanadas se escuchen en toda la ciudad.
El reloj público se mantuvo sobre el edificio del Mercado de la Orilla hasta 1920 cuando el Cabildo decidió eliminarlo y procurar otra ubicación para el reloj.
En 1921, el Concejo resolvió asignarle un sitio propio en el malecón, el 6 de junio de ese año la Municipalidad contrató la construcción de una torre de hierro revestida de cemento en un muro saliente del Malecón (emplazamiento del antiguo Muelle Municipal) frente a la avenida Diez de Agosto.
La nueva torre costarí­a 10.000 sucres y se construirí­a en un plazo de cinco meses.
El diseño lo realizó  Nicolas Virgilio Bardellini quien también serí­a el encargado de la obra. El proyecto fue aprobado en sesión del 26 de julio, pero resulta que Bardellini falleció el 9 de agosto y se resolvió firmar un nuevo contrato con sus herederos.
El 22 de septiembre de 1921 se inició la construcción y fue inaugurada el 25 de abril de 1923. Esta torre tení­a 23,5 metros de altura y estaba conformada por cuatro volúmenes cúbicos de tamaño creciente de abajo hacia arriba coronados con una cúpula. En el volumen superior se colocó la máquina del Reloj Municipal.
Esta edificación duró pocos años porque debía ser derrocada por fallas en el cálculo de la estructura, la construcción soportó su propio peso y el de la máquina.
En 1927 fue desmontado y embodegado hasta segunda orden y la torre demolida, dejando solo la base para utilizarla como servicios higiénicos. En 1930 se iniciaron las gestiones para construir una nueva torre para el Reloj Municipal enmarcadas dentro del proyecto de creación del Paseo de las Colonias.

La Torre Morisca
La actual torre del reloj fue construida a partir del 1 de agosto de 1930 e inaugurada el 24 de mayo de 1931.
El ingeniero Francisco Ramón y el arquitecto Joaquín Pérez Nin estuvieron a cargo de la obra. Posteriormente, en 1937, el Arq. Juan Ortis Madinyá modificó la ornamentación exterior e interior, lo que le dio la identidad definitiva de Torre Morisca.
Pérez Nin y Juan Ortis fueron socios a comienzos de 1930; ambos españoles, el primero andaluz y el otro catalán.
La torre de hormigón armado se eleva cuatro pisos sobre una base octogonal de unos 28 hasta rematar en una cúpula Árabe-bizantina que alcanza una altura de 23 metros.
Sobre el estilo de esta construcción, Única en la ciudad, vale anotar que se produce en la Época posterior a las construcciones de los arquitectos italianos de inicios del siglo XX en cuyos diseños predomina la influencia del neoclásico. En las décadas treinta y cuarenta se diseña con los más variados estilos e influencias de acuerdo al gusto de los clientes.
El arquitecto Ortis nacido en Barcelona, llega a Guayaquil en 1915 para trabajar con la compañía italiana encargada de la construcción de la Gobernación y el Municipio, una vez que se terminaron esas edificaciones, entonces se encargó de darle un toque morisco a la Torre del Reloj Público por petición de la administración municipal de aquella Época que al parecer admiraba a la Giralda de Sevilla y quiso proporcionar a Guayaquil una obra de ese estilo. El arquitecto Emilio Soro también colaboró en la ornamentación del edificio.
Varias generaciones han vivido en esta ciudad portuaria junto al Guayas a la sombra del reloj y su marcar del tiempo, muchas otras vendrán y probablemente, al mirar la Torre del Reloj, querrán conocer la historia del enigmático edificio-máquina.

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IDENTIDAD GUAYAQUILEÑA EN CADA RINCÓN DE LA CIUDAD

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La franqueza y originalidad de los guayaquileños dan forma a esta ciudad...

Se hace de día y hace rato que ya está despierta esta ciudad que no ha dejado de incendiarse, que quema, que hace rato se calzó los escarpines para empezar a transitar por sus infiernos.

Podría llamarse caronte, pasa de un lado a otro esas almas, esas vidas, esas sombras que le rompieron el límite a la ciudad, y el estero que la bordeaba quedó dentro y los que venían de paseo se quedaron.

Ya es mas de día y ruge Guayaquil. Su gente ha salido ya a ponerle nombre a todas las cosas de este mundo. Su Cristo la mira de refilón y las manos sobre el rostro para decirle con voz chiquito que también queremos regatearle aquella deuda.

Ya no es la ciudad del can de Suiza ni de la espumilla, ya no huele a pechiche ni a guayaba, pero no es tan necesario adentrarse en los resquicios de sus primeras piedras para tropezar con sus últimos dinosaurios.

Es la ciudad que no deja de hacerse grande, donde los abrazos se hicieron eternos, la de memorias de viejos luchadores que no saben hasta cuando mismo es que lo empujan, que solo quieren un par de botas fuertes junto a su sepultura para cuando decida volver a levantarse.

Este es el espacio del comercio, de la palabra fácil, de una bullaranga rítmica que se mastica dulce. Es el corredor del movimiento, de la pisada, de la cadera, del meneo, esta es una ciudad que suena.
Empujada cae la noche en Guayaquil, pero es solo el comienzo de ese segundo acto, sin intermedios, a la que ya está acostumbrada.

Hay una disputa entre estatuas, unas del lado de la Gobernaciones, otras desde la Alcaldía y no hay paloma que las calme. Es tarde pero no hay espacio ni tiempo para el descanso, guayaquileña forma de estar vivo.
Son los dos colores de esta Guayaquil, las tres estrellas de su tercer mundo, la ciudad que lo mismo que se aluna se amansa. Tiene una lámpara para alumbrar al ciego, la plata justa para alquilarse un Dios y un arma al revés de su sonrisa, tiene un pueblo que fue pa'lante, a como de lugar, hasta que hizo correr al miedo y entonces construyo esta casa, en la que entro, en la que entramos y nos quedamos a vivir para siempre.

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